Identidad líquida

   ¿Quién eres tú? Pregunta la oruga a través del humo de su cachimba.

Dicen que soy transparente, pero yo creo que soy básicamente intangible. No me hallarás hoy igual que ayer, ni dentro de una semana, al cabo de un mes. Podría decir que estoy en una nebulosa existencial... pero prefiero soltaros el rollo de la identidad líquida.

Esta identidad que es como aire que llena el recipiente de mi persona y mi nombre es en verdad algo muy abierto. Hablar conmigo es hablar con todas las personas que he conocido, todos los libros que he leído y todas las películas que he visto. (Ni siquiera esta frase es mía, sino de Ansel Adams hablando acerca de la fotografía).
¿Qué soy yo, entonces, un cúmulo de referencias y experiencias? No. De entre todos esos estímulos surgen un orden y una voluntad. Y todas esas gotas se mueven en la corriente. Soy el río que fluye.


   ¿Quién eres tú? Me pregunto cada día frente al espejo.

Esta concepción de la identidad como algo líquido conlleva unas consideraciones importantes.

Primero, derriba las murallas tradicionales en torno al yo como bloque macizo. Sería una ilusión seguir pensando que somos una fortaleza, ¿no? Las opiniones y las decisiones pueden cambiar con el tiempo. Errar es humano, y equivocarse también. Tener esto en cuenta puede aligerar un poco nuestra conciencia cuando nos exigimos darlo todo ya.

Segundo, nos empapa de gratitud y humildad. Nada nos es propio, todo es apropiado. Un ejemplo: el otro día estuve discutiendo con un amigo sobre mi corto, Sexy Party, y cómo había utilizado el Himno de la alegría unido a imágenes de violencia para romper la proyección sentimental. Él, generoso siempre en críticas, me acusaba de ir por ahí plagiando a Kubrick pretendiendo ser muy original. Yo le respondía que no había querido copiar La Naranja Mecánica y que todo había nacido de mi especial sensibilidad por los contrastes. ¿Entonces qué, te gusta Beethoven y eres una genio del cine, igual que él? Pero he de reconocer que había visto la película, que nos la pusieron en clase un par de veces, y que es muy probable que su influencia operara a nivel inconsciente. Tampoco sería una loca de los contrastes si no conociera la pintura de Kandinsky ni escuchara a Debussy ni a Satie.

Tercero, la cuestión de la sedimentación. Hay que negar, en parte, el símbolo de la identidad líquida para acercarse a la realidad del yo. De otro modo, nos veríamos ante una sucesión de nubes que nada tienen que ver entre ellas. No podemos mirar el álbum de fotos sin dejar de sorprendernos: ¿cómo pude vestir así?, ¿cómo pude hacer eso?, ¿cómo pude amarle?. Y, sin embargo, existe la continuidad del yo.
Pero al acercarme demasiado a mí misma, he replegado la corriente sobre sí misma y he construido una presa. Así estoy de encerrada, malhumorada y triste: todo se cae al fondo. Incapaz de echar la vista atrás, hacia las montañas, ni ver el cauce que se proyecta más allá de los muros. Estaba a punto de ahogarme en el torbellino cuando llegó un salmón que había nadado contracorriente y me dijo: eres incompresible. ¡Y mi fuerza líquida reventó la presa!

   Al mirarme demasiado fijamente al espejo, acabé por no ver nada. Hizo falta que vinieras tú y me dibujaras.

Es indudable que toda acción deja una marca en nosotros. Toda persona, una huella. Para decirlo de un modo más acorde con la alegoría, todo río que fluye en nosotros deja sus aguas en nuestro cauce. Sean aguas claras o turbias, siempre nos harán más grandes. Creo que comprender eso es importante para amar, y para el goce de vivir.


Fluyamos juntos.