Por eso, apartamos la vista. En Madrid hay un montón, y verlos pidiendo en cada esquina de la calle Princesa rodeados de tanto lujo impasible me rompe el corazón (por eso sólo me gusta esa calle de noche, cuando está vacía). Aunque te provoquen compasión, no puedes ayudar a todos, y esa impotencia te lleva a desviar igualmente la mirada.
- Qué va, yo no los desprecio. Pero hay que tener cuidado, porque algunos están mal de la cabeza... o son unos borrachos y unos drogadictos. Mira a ese de ahí, seguro que se ha inventado lo de los hijos enfermos para dar más pena y se va a gastar todo lo que le des en drogas y alcohol...
- Pobrecitos sin techo... pobrecitos desamparados, sin educación, sin esperanzas, ¡sin hipoteca!... vamos a darles limosna...
Esto es lo que se dice sobre ellos, ¿no? No me parecen juicios muy sólidos. La única idea original que he oído al respecto me la dio un amigo, que me dijo:
- No voy a darles dinero para comprar mi redención.
En todo caso, mi conciencia no puede aguantar la inactividad. Siempre he desconfiado de las opiniones que oía sobre los mendigos y que los reducían a una especie de "cosa" camuflada entre cartones y basura. Como no participan en el sistema, ya no son personas. ¡Es verdad! Es mucho más cómodo pasar de largo como si fueran parte del mobiliario urbano. Sea por culpa, por empatía o por una cuestión ética, me gusta hablar con gente así, de vez en cuando. Para poder mirarlos a mi altura, ni por encima ni por debajo del hombro.
Hace unos días le tocó a Miguel. Estaba en la esquina de Paseo de las Damas con San Ignacio de Loyola (vamos, al lado del Corte Inglés). Le invité a un bocadillo y una botella de agua fría y me concedió una larga conversación.
Creo que fui a parar con el hombre más bueno que podía haber encontrado.
Miguel había estado trabajando toda su vida en la construcción pero se había quedado sin trabajo. Y a sus cincuenta y pico años, y con alguna tara física (creo que cojeaba), pues qué trabajo le iban a dar. Me decía que ya sólo le quedaba esperar la jubilación. Me habló de su mujer y sus hijas.
Es maño, y ha vivido mucho tiempo en varios pueblos de Huesca. De hecho, tiene un acento muy recio ("soy muy bruto hablando", se disculpaba); y entre eso y que tiene una voz grave y atronadora de fumador, a veces no le entendía. Pero en cuanto me empezó a hablar de las excursiones que hacía por el monte, de senderismos y acampadas, se le abrieron los ojos claros. Y me habló tan bien de los pájaros que planeaban, de los riachuelos y de la calma que se respiraba en la soledad... que me dieron ganas de irme yo también al monte.
Le intenté contar los pensamientos que he referido antes sobre "la marginación de los pobres", y me sorprendió su respuesta orgullosa: "¡oye, que yo me lavo el pelo y la barba todos los días!". Me contaba que él respetaba a todo el mundo y no juzgaba a nadie, pero que a veces no recibía el mismo trato por parte de la gente. Alguna vez, alguien debió de ponerse a insultarle - así por que sí, sin conocerlo - llamándolo alcohólico y drogadicto. Miguel, haciendo gala de ese complejo de inferioridad propio de la gente de pueblo, me decía "a ver si, sabiendo yo menos que él, voy a tener más educación".
Antes de despedirnos, porque su mujer lo esperaba en casa y a mí también me esperaban en casa, me agradeció por enésima vez que lo hubiera invitado a comida y bebida. "Te lo agradezco de todo corazón" ¡Qué simpático! A mí casi me daba vergüenza oír palabras tan grandes para un gesto tan nimio.
Un hombre como tú y como yo.
En efecto, mi amigo desarrolló esta idea en una entrada de su blog:
ResponderEliminarhttp://drillerkiller.webs.com/apps/blog/show/32096280-trotamundos
Blog muy recomendable, no lo digo porque sea mi amigo... no habremos vivido ninguna guerra, pero nuestra generación también tiene su propio infierno.